martes, 8 de octubre de 2013

Vigésima carta: un café con fusión...

Mmm… Entreabro mi ojos, la cama parece no querer dejarme marchar, pero es que después de una noche muy corta o un día muy largo, hoy mi cuerpo sé que me pide carta.
Hoy mis manos querían escribir, me apetecía, de hecho tenía más o menos claro qué zonas podrían esconder y descubrir una carta del café, y sí, recorrí esas zonas… pero sin encontrarla. Así que, en vez de detener mi búsqueda, seguí caminando sin un rumbo fijo y…mejor os cuento mi viaje…
…Centro de Barcelona, día soleado. Inicio mi marcha, sé por dónde voy y sé hacia donde quiero ir, pero en vez de utilizar las vías más directas, utilizo las callecitas secundarias que sé que me llevarán al mismo destino, pero que del mismo modo, me podrán regalar con mayor posibilidad, lugares mágicos, lugares más especiales y llenos de ese misterio y esa tranquilidad única de los parajes más secretamente guardados. Es como cuando miramos un mapa de carreteras, yo creo que los entiendo basándome en esta simple idea, las autopistas siempre conectaran ciudades, las carreteras nacionales y secundarias harán lo pertinente con los pueblos, los caminos sin embargo, son la aventura de viajar, son los que nos llevarán a lugares que solo unos pocos nos aventuramos a descubrir.
Llego al MACBA, a su plaza llena de aire vanguardista y de su impoluta blanca presencia, voy siguiendo mis pasos y me acerco al mercado más famoso de esta ciudad, habiendo cruzado el patio del Instituto de Estudios Catalanes, un jardín lleno de mucho arte, mucho futuro y de miseria mal me pese. Oigo el barullo típico. Siempre es una tentación entrar a deleitarse con todo lo que hay en su interior, pero esta vez, venzo la tentación y sigo camino.
Casco antiguo, busco en cada plaza y en cada callecita, pero no encuentro esta carta. De nuevo, otro mercado, esta vez el nuevo mercado de Santa Caterina, y esta vez sí, esta vez entraré a ver qué me encuentro dentro… algo me dice que mi carta estará en un mercado, pero al parecer, no en este.
No puedo negar que soy un fan, un defensor y un enamorado de estos lugares. Para mí, no hay lugar más mágico en un pueblo o una ciudad que su mercado. Dentro de cada uno de ellos, el tiempo parece correr hacia atrás, todo lo que hay son sensaciones, todo es color, todo es luz.
Estamos a principios de octubre y al entrar lo primero que siento es ese olor tan característico que proviene de las paradas de fruta y verdura, ¡hay setas!, lo sé. El olor es denso, húmedo, a tierra y montaña, pero a la vez es agradable. Del mismo modo que siento esos aromas, me vienen sabores a la boca, el sabor a fruto seco del maravilloso “Boletus Edulis” o más conocidos como viriatos, el dulce de los rebozuelos y las senderuelas, veo los colores llamativos de los famosos níscalos, rojos y verdes en función de la variedad, las setas de cardo fácilmente encontradas todo el año, pero que no desentonan en medio de tanta variedad de emociones y sensaciones otoñales. Además de este espacio tan otoñal cargado de colores tierra, vemos los intensos amarillos, rojos, naranjas y verdes de las frutas y la verduras frescas.
Cambio de zona y llego al pescado, aquí todo es más frío, lleno de ese olor a sal de mar, aquí el color es blanco, gris, azul con toques de rojo y verde. Es como otra estación del año, es el invierno.
Paso a las carnes y los embutidos. Mayoritariamente el rojo y el blanco marcan tendencia, el olor es frío y de óxido, se nota frío, pero la sensación es cálida, tanto como si estuviéramos cocinando el producto en nuestros fogones y hornos, con su aderezo herbal lleno de aromas.
Ya queda poco, y aunque son pocas las paradas de especies, hierbas, conservas, salmueras y bacalaos, son de una intensidad increíble, de una enorme connotación sensorial que hacen en nuestra boca una fiesta de la salivación.
Como no sentir pues pasión por los mercados… en ellos se siente la mayor explosión de interacciones de todos nuestros sentidos, vista, oído, olfato, gusto y tacto.
No obstante, a pesar de haberme enamorado más si cabe de este modernizado espacio en Santa Caterina, y a pesar de haberme dedicado encarecidamente a encontrar esta carta, este regalo no era más que una señal.
Prosigo mi camino y me adentro en calles poco comunes en las rutas de Barcelona, llego a una pequeña ermita en la calle princesa, un singular espacio religioso de una enorme belleza, en cuyo interior se encuentran una pequeña figurilla y un lienzo que motivan al silencio y a la paz.
Entro en una de las calles más transitadas de la zona, en ellas dos museos permiten acercarse a la trayectoria de artistas de lo más vanguardistas en su época, no obstante me desvío. Algo me dice que va a pasar algo, ando lentamente, y tras cruzar una plaza, veo una pizarra que anuncia: “Mercat Princesa”.
¿Mercado princesa? ¡Mercado! No me suena ningún mercado por esas calles pero qué más dará, es un mercado. Me apresuro a averiguar de qué se trata y tras unos segundos de observación ahí estaba, la encontré, la vigésima carta del café.
El lugar tiene todo lo mágico de un mercado pero dentro de lo que sería un café o un lugar gastronómico, tal y como se define. Diferentes secciones claramente separadas por sus escaparates y sus productos, una zona donde el huevo tiene el protagonismo, en otra son los ibéricos y quesos los que mandan, al fondo, fideos, pastas, pescados y carnes, en medio el marisco vivo y el pescado crudo, acabando por los dulces y cafés cerca de la entrada. Es el mercado de la gastronomía y simplemente me encanta.
Todo se funde en uno, los contrastes están asegurados, cada uno con su similar rutina pero todos ofreciendo lo que los otros no ofrecen, una perfecta harmonía y simbiosis que todos expresan con una sonrisa amable.
La mesa, mi mesa, enfoca hacia la entrada y me permite además de ver quienes transitan la calle, el maravilloso centro de este espacio, el patio de luz del edificio. Por la arquitectura del lugar, esto deberían ser antaño las caballerizas. Arcos de media vuelta de piedra que van decidiendo el espacio de cada sección, pero que a su vez, amplían la grandeza del lugar permitiendo el acceso por todas las zonas. Tras de mí, una escalera de piedra que seguramente facilitaba el acceso a los señores de la casa a sus aposentos, y que, seguramente, en cada peldaño se grabaron con el tiempo millones de historias que nadie leerá. Sin ninguna duda, la magia y la sinergia del lugar, entre el pasado y el presente, es el elemento estrella y es lo que lo convierte en un gran espacio a visitar.
Por cómo está vivida esta carta, creo que su nombre debe hacer honor a la sinergia y sensaciones, palabras que para mí definen a los mercados y es por ello que es éste café, un café con fusión, fusión de olores, fusión de sabores, fusión de sensaciones, fusión del tiempo, fusión de los clásico con los moderno, y es que nadie me puede negar que nada es demasiado clásico para poder fusionarse con lo que muchos consideran excesivamente moderno, todo bien combinado, es sencillamente un éxito sensorial y emocional.

Aprovechemos pues lo que el pasado nos ofrece para fusionarlo con el futuro y creemos así la conexión entre lo que fue y lo que será, vivamos un presente mucho más especial, porque nuestro presente, siempre estará fusionando lo que un día fuimos, con lo que soñamos llegar a ser.