jueves, 13 de noviembre de 2014

Vigésimo sexta carta: un café con ventana...

Duermo poco, el despertador ha sonado y mis ojos se resisten a abrirse y cegarse con el sol que cada vez calienta más aún a pesar del frío que hace fuera.
Salgo, corro, me estreso, me comprimo, salgo, corro y al fin llego a mi destino. Hoy me toca práctica. Estoy en proceso de sacarme ese carnet muy deseado no solo por la comodidad en el trayecto, sino también por la necesidad de ser yo quien dirija mis ventanas.
Salgo de mi práctica y delante de mí, La Federal. Llevo tiempo queriendo estar en este café pero debido al gran ajetreo por ambas partes, el del lugar y el mío propio, no me lo había podido permitir.
El lugar a esta hora es muy cálido, tranquilo, con mucha luz, en cambio, en la noche es diferente, se convierte en un lugar más movido, urbanita, mas como un pequeño distrito federal lleno de lugares elegantes y diversión en ambiente tranquilo. A pesar de ello, en ambos casos, siempre hay dos características que me llamaron la atención. En primer lugar, el espacio es compartido, todo el mundo comparte una gran mesa central ubicada en el centro, aunque hay que decir que tampoco es algo obligatorio ya que también tienen algunas pequeñas mesas. El segundo aspecto, sus ventanas, grandes, altas. Sus ventanales hacen que todo el local esté abierto a la calle, incluso en su interior donde hay una galería decorada siempre y por la que también entra luz diurna. Al entrar, la sensación es la de estar viendo el mundo desde una burbuja donde la paz reside y desde la que todo se ralentiza.
No obstante, además de contar con esos ventanales, es en los días más cálidos en los que además de disfrutar de sus vistas, se convierten en más espacio para sentarse y para compartir con quien quiera compartirlo.
la música suena suave y tranquila, no sé quién es el grupo, pero me recuerda a Bon Iver, música muy relajante, muy tranquila. Me transporta.
Para decorar hay unos jarrones colocados en línea y de colores variados, todos ellos con flores de colores ocres y tornasol, como imitando reflejos del oro y el cobre. Además, una selección de calabazas de lo más curiosa en colores y formas, que hacen de divisoras del espacio en la gran mesa, entre mis desconocidas compañías, sus almuerzos y mi desayuno y yo.
Arriba el bar continúa aunque yo no lo vea, los cafés que suben y bajan en manos de la amable camarera me dicen que debe haber otro espacio que también tiene sus ventanales seguro.
Quizás sea yo que veo algo en los lugares sencillos o quizás sea el recurso fácil pero no dejo de ver que un espacio sencillo es sin duda el lugar perfecto para mí, es sin duda el lugar en el que fluyo sin sentir presencia de la agobiante obligación o de la espada de Damocles sobre la cabeza, fruto de nuestros trabajos, familias, problemas, ritmos de vida...
Ventanales, ventanas y calabazas más tarde, me confirmo a mí mismo que el mundo es belleza, por mucho que a veces ni nuestra mente entienda el sentido verdadero de la palabra, el mundo es bello cuando nos paramos a observarlo, es bello cuando vemos como fluye arrítmico en particular y armónico en su conjunto.
El mundo no está para enseñarnos su lado cruel, solo está delante de nuestros cruel o maravilloso y positivo punto de vista. A pesar de que nos digan que debemos cambiar el mundo, cambiarlo es lo que el ser humano lleva haciendo siglos, quizás, y solo quizás, deberíamos plantearnos el dejarlo en su estado natural, y cambiar el cómo lo vemos y entendemos, cambiar el pensamiento dominante por el pensamiento global y altamente empático para con él y quienes estén en el. Puede que sea lo más acertado si queremos preservarlo, e incluso puede ser que podamos sacarnos las vendas y ver la auténtica esencia de la belleza... su libertad.
Mientras tanto, yo seguiré intentando fluir y observando desde mi ventana sin ganas de someterlo a mi deseo, imagen ni semejanza.

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